Por Víctor Montes
El pasado 5 de abril se cumplieron 33 años del golpe de estado con que el dictador Alberto Fujimori, Montesinos y la cúpula de las Fuerzas Armadas, tomaron el control del país con los tanques en las calles, imponiendo toque de queda, reprimiendo y persiguiendo a sus opositores, sobre todo los luchadores y luchadoras obreras y populares, pasando adelante con la imposición del modelo económico neoliberal, que consagraron vía la Constitución de 1993.
Hoy, 33 años después, los trabajadores y trabajadoras, así como los campesinos, estudiantes y naciones originarias de todo el país seguimos padeciendo el impacto de las profundas transformaciones impuestas por la dictadura, y luchamos cotidianamente por echar abajo ese legado que nos expone al saqueo de nuestras riquezas por parte de las grandes transnacionales, a la superexplotación, los despidos, la precarización y la informalidad, y que ha hecho de la corrupción una forma de vida para quienes pululan por las instituciones del Estado.
De ahí que sea imprescindible preguntarnos ¿El golpe era inevitable? ¿Había una alternativa? Y ya pasados los años… ¿Qué debemos hacer para echar abajo ese legado oneroso y pesado?
El golpe no fue un “rayo en cielo sereno”
El golpe del 5 de abril de 1992 tuvo como pretexto enfrentar a Sendero Luminoso y el MRTA, quienes desde la década del 80 desataron una ola de violencia al margen (incluso contra) de las luchas obreras y populares que merecía el genuino rechazo del pueblo pobre y trabajador, que moría entre las balas de SL, del MRTA, y las de las Fuerzas Armadas y policiales.

Pero de fondo, el golpe fue el colofón de un ciclo de ascenso de las luchas obreras y populares, que sobretodo a partir de 1975 se extendió por el país, y que tuvo su pico en la poderosa y heroica huelga minera de 1988, derrotada por la acción de las bandas paramilitares del gobierno aprista, que asesinaron a Cantoral, y por la defección de sus direcciones políticas, concentrada en Izquierda Unida, quienes renunciaron a organizar una poderosa lucha política e insurreccional en torno a los mineros, para concentrarse en sus cálculos electorales.
El golpe es, por tanto, la combinación de la decisión de las Fuerzas Armadas de tomar control del país (El “Plan verde”), para lo cual necesitaban a un “nadie” en el gobierno, como era entonces Fujimori, y de la imposibilidad de la clase obrera, por culpa de sus direcciones reformistas, de dar una salida revolucionaria a la crisis profunda, económica, social y política, que vivía el país hacia finales de la década de 1980.
Por eso, cuando sobreviene el golpe, las masas obreras, que tantas poderosas huelgas habían desarrollado en los años anteriores, se paralizaron, como si no tuvieran nada que defender. Sus direcciones (el Partido Comunista, Patria Roja, el PUM, etc.), presas del mismo “nadie” (Fujimori) que habían llamado a votar dos años antes contra el liberal Vargas Llosa, pero que ya había traicionado sus promesas de campaña al iniciar la aplicación de las medidas de ajuste neoliberal (el famoso “fujishock”), apenas a un mes de haber tomado la presidencia, en agosto de 1990, fueron incapaces de llamar a las organizaciones obreras y campesinas a luchar. Así, la derrota, que sobrevino sin reacción, terminó encumbrando a Fujimori como nuevo “Bonaparte”.
El impacto fue la miseria del país y del pueblo trabajador en particular
Los patrones y sus organizaciones como la CONFIEP, la SNI, o sus partidos políticos, nos venden la historia de que la dictadura de Fujimori, iniciada ese 5 de abril, tuvo su lado “bueno” y su lado “malo”. Dicen que Fujimori “acabó con el terrorismo” y que “reinsertó al país en el sistema financiero mundial”. Y por eso, tras su muerte, le lavaron la cara, y hasta le rindieron honores de jefe de Estado, a quien se pasó los últimos años de su vida preso por asesino y corrupto.
Y es que para esos patrones, la obra fundamental de Fujimori fue imponer a la clase trabajadora un nuevo nivel de explotación, al destruir sus derechos laborales, y entregar las riquezas del país al gran capital transnacional de quienes los patrones peruanos se hicieron socios menores, como se puede ver en el emblemático caso de Inka Kola y Donofrio, hoy marcas de Coca Cola y Nestlé.
Lo cierto es que con la dictadura, Fujimori aseguró un retroceso en el nivel de vida del pueblo trabajador de aproximadamente 30 años, lo mismo que retrocedió 30 años la posibilidad de un desarrollo económico mínimamente nacional. Por eso no es exagerado afirmar que el legado más crudo de la dictadura se plasmó durante la pandemia de covid19, cuando nos convertimos en el país con más muertos por millón de habitantes de todo el mundo (5,996.87 muertes por cada millón de habitantes según la base de datos de la Universidad Johns Hopkins – Estados Unidos).
Por todo eso, la clase obrera necesita inscribir en las banderas de sus luchas, el mismo grito de guerra que levantaron nuestros hermanos y hermanas trabajadoras chilenas durante el estallido de 2019, haciendo referencia a Pinochet, su Constitución y el modelo económico neoliberal: ¡Borrar todo tu legado será nuestro legado!
Los números de la dictadura
- 10 años gobernó Alberto Fujimori, 8 de ellos, como dictador junto a Vladimiro Montesinos, jefe del Servicio Nacional de Inteligencia (SIN) y Nicolás de Bari Hermosa Ríos, presidente del Comando Conjunto de las FF.AA.
- El 7 de abril de 2009, Alberto Fujimori fue condenado a 25 años por los delitos de homicidio calificado con alevosía, por las matanzas de: Barrios Altos y La Cantuta, y secuestro agravado, por las detenciones del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer.
- La sentencia, que tuvo 266 páginas, precisó que el autogolpe de 1992 permitió que todo el poder se centralizara en Fujimori, desde el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), y que se le brindara gran capacidad operativa al Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE).
- 300 mil trabajadores y trabajadoras estatales fueron despedidas masivamente durante el periodo de ajuste neoliberal.
- 228 empresas fueron privatizadas por Fujimori: empresas mineras (90%); de manufactura (85.5%), hidrocarburos (68%), electricidad (68%) y agricultura (35%).