Las denuncias periodísticas por un presunto enriquecimiento ilícito de Dina Boluarte ya se han constituido en una crisis para el gobierno, que ha respondido denunciando una supuesta campaña de acoso y ataques contra la presidenta.
No es la primera vez que un mandatario utiliza relojes de lujo. Sin embargo, sí es la primera vez en que su uso se convierte en investigación. Por eso Boluarte se victimiza, dando a entender que la denuncia es malintencionada, que se obra por fuera de los procedimientos, y que se le ataca por ser mujer y provinciana.
Lo cierto es que en política nadie da “puntada sin hilo”. Ni Boluarte, que se hace la inocente, ni quienes están tras las investigaciones y denuncias, que siguen una línea editorial que responde a los intereses de algún sector político y económico.
Pero también es cierto que la corrupción campea en el Estado, y que a estas alturas hace parte de los engranajes mismos de las diversas instituciones. Y que siguiendo el derrotero de anteriores mandatarios, no debe extrañarnos que Boluarte reciba dinero de parte de empresas y personas que buscan favorecerse del poder que detenta.
Ese ha sido el modus operandi de todos los gobiernos en 200 años de independencia, donde la corrupción, el caudillismo, el autoritarismo y el clientelismo, han formado un tejido sólido que define la tradición política del Perú republicano. Y para muestra, los últimos siete presidentes de la República tienen abiertas investigaciones por corrupción, y por lo menos cuatro de ellos se encuentran en la cárcel o han pasado por ella.
En ese mismo sentido, la Contraloría General de la República, ente encargado de revisar las cuentas de las instituciones públicas, informa que en 2023 el Estado peruano perdió 24 mil millones de soles por causa de la corrupción. Es decir, por favorecer a postores que compran autoridades para ganar licitaciones o contratos en los que encarecen costos para ganar más.
Como hemos escrito antes, bajo el capitalismo, todo se compra y se vende, incluso el poder. Y la vieja costumbre de “recuperar la inversión” que significa para cualquiera llegar a tener poder –costumbre bien documentada desde la colonia–, lejos de menguar, ha crecido con el boom de las materias primas de 2004 – 2013, y perdura hasta nuestros días.
En ese contexto, el sistema de fiscalización ha puesto de manifiesto toda su ineficiencia para acabar con este flagelo que se ceba con la población más pobre del país. Por eso es clave que seamos los trabajadores y trabajadoras, junto al pueblo pobre, los que tomemos en nuestras manos la lucha contra la corrupción hasta derrotar al gobierno mismo, que hoy es su máximo representante.
Será la movilización obrera y popular, exigiendo cárcel y castigo para los corruptos y corruptas, la inmediata confiscación de todos sus bienes y de los bienes de las empresas que se han beneficiado con las decisiones que compraron, así como su juzgamiento por tribunales elegidos entre las organizaciones obreras y populares de las zonas o poblaciones afectadas por los actos de corrupción, la que logre extirpar ese cáncer que significa el robo sistemático de recursos públicos en único beneficio de particulares que se llenan los bolsillos sin ninguna vergüenza.
El “escándalo de la consolidación de la deuda interna” y el origen de la burguesía nacional
Durante el primer gobierno de Ramón Castilla, el Estado decidió que cancelaría la deuda externa e interna, proveniente de las guerras de independencia. Los recursos del guano posibilitaron tal decisión. En ese marco, el gobierno calculó que el pago de la deuda interna ascendería a 5 millones de pesos de la época, sin embargo, cuando finalmente se pagó la famosa deuda, bajo el gobierno de José Rufino Echenique, quien había sido el candidato de Castilla, el Estado terminó por desembolsar 23 millones de pesos… ¡Más de 400% de lo calculado originalmente! ¿Qué sucedió? En sencillo, se falsearon documentos, por parte de las distinguidas familias que fueron afectadas durante la independencia y los años de constantes conflictos entre caudillos, incrementando los montos a pagar por parte del Estado. Montos que no hubieran sido reconocidos si no es por la complicidad de los funcionarios encargados de analizar los expedientes. Y así, como producto de ese robo al erario nacional, nació la burguesía que se haría consignataria y gobernaría el país a su antojo durante los primeros 20 años del siglo XX y en adelante.